En primer lugar, el dolor de una articulación puede deberse a una lesión de la misma. Puede tratarse de una lesión aguda, como las que sobrevienen de forma imediata a causa de una caída, un movimiento brusco en una postura incorrecta, una colisión o un golpe. En este caso, además del dolor, podrán aparecer síntomas, como inflamación o dificultad para mover la articulación. En algún caso puede producirse incluso un derrame articular, aunque no siempre se aprecie en un primer momento.
Las lesiones crónicas, en cambio, se producen por la repetición de un movimiento inadecuado que, a lo largo del tiempo, va sobrecargando y ocasionando daños a la articulación. En estos casos el dolor aparece sin que haya habido un movimiento excesivo que lo justifique, y suele hacerse más intenso al realizar ciertas actividades.
En las personas mayores, el dolor articular se debe casi siempre a la artrosis, enfermedad consistente en la degeneración progresiva de la articulación. Existen formas secundarias de artrosis que se desarrollan en articulaciones que, por un motivo determinado, no funcionan según su eje fisiológico normal, generando presiones demasiado fuertes sobre zonas del cartílago que no están preparadas para ello. Esto ocurre sobre todo en articulaciones que soportan grandes pesos, bien sea por malformaciones congéntias, fracturas mal curadas o por una sobrecarga continuada (actividades deportivas, por ejemplo).
La artrosis debe diferenciarse de las artritis, en las cuales el elemento central no es la degeneración sino la inflamación de los componentes de la articulación (que, según la causa, puede estar más o menos hinchada y caliente). Las artritis pueden tener una causa infecciosa, ser el resultado de una reacción inflamatoria al depósito de microcristrales en la articulación, como ocurre en el caso de la gota o tener un origen autoinmune, como sucede en el caso de la artritis reumatoide.
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