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domingo, 30 de marzo de 2014

26 Premio Relato Corto sobre Enfermedades Raras: La Gotera y él

Era de noche y una gotera era lo único que se escuchaba en la cocina. Un ruido que lo había acompañado durante años. Que le daba oxígeno y compañía cuando sentía que el silencio y la soledad le ahogaban. Y que lo irritaba cuando ya estaba harto de oírla. Una gotera que había estado allí desde antes incluso de él haber estado ahí.

Esa noche él estaba recostado contra la heladera de la cocina, con la luz apagada y la ventana con las cortinas corridas. El hombre veía a los árboles moviéndose afuera con fuerza, a las flores siendo azotadas por el viento y a una calle con niños jugando y adultos hablando. Para él, aquellas personas se movían de una manera grotesca; las sentía ajenas. Ellas no necesitaban a una mísera gotera.

Caminó por la casa y se detuvo en una mesita que estaba al lado de la escalera. La luz de allí tampoco existía pero aún así, distinguió un portarretrato con tres siluetas. No lo tocó. Tomó las llaves y se paró frente a la puerta de entrada. Estuvo minutos y minutos quieto; mirándola. Apoyó una mano y arañó la puerta. Y de vuelta. Y de vuelta.


La abrió y extrañó a la molesta gotera.

Mientras él caminaba por la calle, los hombros y las piernas de personas desconocidas lo pechaban como si lo quisiesen enterrar. Sólo escuchaba la ráfaga de viento que le fustigaba la cabeza con demasiada fuerza. El cúmulo de rostros lo sintió con el mismo terror como si estuviese sentado en un cementerio; con la única compañía de los bichos que deambulaban por doquier. Trató de imaginarse el sonido de la gotera pero su mente lo cambió por el andar de los insectos.

Sus piernas se movían por inercia, los brazos los tenía pegados al cuerpo y sudaba, sudaba. Sudaba. Cambió de cuadra. Los rostros ya no eran tantos y se hicieron más claros y amigables; las voces se suavizaron. El piso se veía. Pero él no se calmaba. Buscaba y buscaba pero no encontraba los rostros que sí le importaban. Sus pies siguieron, la gente desapareció y él quedó solo como en la cocina, pero en plena calle. Se sentó en el cordón y esperó. Las casas estaban con las luces prendidas, se veían familias cenando a través de las ventanas; algunas en paz, otras peleando. Se veían parejas mirando televisión o grupos de amigos tomando y comiendo algo.

El hombre no entendía por qué no habían aparecido. Había hecho lo que querían, exactamente lo que habían tratado que él hiciese por tantos años. Lo había hecho por ellos pero ellos no estaban allí. Las palpitaciones le aumentaron, el sudor apareció de nuevo, el miedo lo dominó y por fin se desmayó.

- ¿Qué hacemos ahora?

- Lo dejamos descansar.

- ¿No es raro que saliera?

- Tarde o temprano lo iba a hacer. Lástima que su familia no esté para verlo.

- ¿Los llamamos?

- Mañana. Él merece al menos una llamada después de haberse animado a salir de su casa.

Los dos vecinos cerraron la puerta del cuarto de César, bajaron las escaleras, se toparon con el portarretrato.

- Una lástima- suspiró el hombre de unos 20 años mirando a la mujer y al niño que acompañaban a César en la foto.

- Ella lo conoció con agorafobia. Sabía cómo iba a ser- dijo en susurros el hombre de unos 60 años-. Tenemos que volver. Tu mamá nos espera.

- Me acuerdo cuando tuvieron a Damián que él no pudo ir al sanatorio- recordó el muchacho.

- Él nunca pudo ir a ningún lado. Si no era porque ella vino a presentarse, nunca se hubiesen conocido.

Y padre e hijo apagaron la luz de la casa , dejaron las llaves que César llevaba consigo, abrieron la puerta, la cerraron y el hombre se guardó la copia de las llaves en su bolsillo.

La casa quedó a oscuras y César, de nuevo, sólo con la gotera.

Y tal vez mañana, con una llamada.

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